La mejor hora para llegar a Los Ángeles es aterrizar cuando el sol ya se ha ido y la ciudad resplandece a los lejos. Desde la ventanilla del avión puedes ver como las miles de bombillas encendidas dibujan la silueta extensa que brilla de forma cálida.
En apenas treinta minutos, el Uber me deja en un hotel cerca del paseo de la fama y, por entre las cortinas de la habitación, siento ya el sonido del ciudad llamándome a perderme en ella.
En la quinta vez que estoy en Los Ángeles. He venido en cinco ocasiones diferentes y cada una para cosas muy diferentes. A esta ciudad he llegado para enamorarme, para desenamorarme, para buscar trabajo y para buscarme a mí mismo. Ahora, conocedor y amante de la ciudad, vengo para cosas muy diferentes a las que había venido nunca.
Me pongo unas bermudas y cualquier camiseta que encuentro en la maleta. El aire acondicionado del hotel deja paso a un calor excesivo que te rodea y te envuelve. Los Ángeles es como ese amante que te abraza por la noche en la cama; cálido, cercano, adorable. Nada creído. Habrá quien te diga que miento, habrá quien te diga que no es para tanto, pero con las ciudades pasa lo mismo que con los amantes, hay quien te habla mal de ellos casi sin haberlos conocido.
Camino por sus calles sin rumbo fijo y me pierdo en una ciudad en que nadie repara en mí, en la que a todos doy lo mismo, pero sin embargo me siento tranquilo y cercano, como si estuviese en casa.
Dos cervezas después, desde el hotel vuelvo a observar la cuidad a mis pies y salgo al balcón a fumarme un cigarrillo. Allí desnudo, ajeno a todos y todo, el calor de la noche me abraza por la espalda y siento como su aliento cálido me besa la nuca. Y, aunque adoro el aire acondicionado, esa noche duermo con el balcón abierto, de lado, escuchando los sonidos de la ciudad que entran en mi habitación como el murmullo de un amante que te habla el oído. Y luego, realidad o ficción, noto como alguien se acuesta detrás de mí y se acurruca a mi espalda para pasarme por encima los calurosos brazos del deseo. Casi noto su respiración a mi espalda cuando me duermo pensando: “Y a ti, ¿cuántas ciudades te han abrazado?”