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Subiendo 8 Everests, una historia de superación trans Parte 2

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Debo reconocer que, a pesar de mi disforia, mi niñez fue muy feliz. Como niño te adaptas y aprendes a fabricarte esos preciosos momentos de pura dicha, donde hasta el tiempo parece detenerse. Como cuando descubrí que con una tabla y unos ladrillos se podía hacer una rampa para saltar con la bici, lo cual hacía por horas como loquita, o cuando nadaba entre olas enormes en la playa y salía toda raspada, pero sonriente.

Recibí, eso sí, un golpazo de la vida cuando mi abuelo se murió en un accidente, provocado por alguien que decidió que podía tomar y manejar ese día. Fue un despertar brutal, que me enseñó tanto la fragilidad como el valor de la vida, y eso me hizo encerrarme todavía más en mí misma. Y así, llegué al momento más oscuro de mi vida -más no el más difícil-, porque me traicioné, me perdí en un mar de confusión: La Adolescencia.

Llegando a mi primera fiesta, en que me aterraba bailar, mi primera visión fue de mis amigos bailando en la pista. Todos comprendían más o menos su rol: los niños sacaban a las niñas a bailar, y ellas, con un bat al hombro, decidían quien si o quien era cruelmente rechazado. Las dinámicas del lenguaje no eran como en mi escuela de puros niños, ya que había componentes de flirteo, tensiones, juegos de poder y finalmente se formaban parejas. La disforia regresó con todo, y me sentí más fuera de lugar que en aquellos vestidores de mi escuela. Sin embargo, había otro factor importante en esas fiestas, que pensé que me salvaría la vida: había alcohol.

Lejos de ayudar, en retrospectiva, lo complicó todo y sacó lo peor de mí. Sí dolían menos los rechazos y mis patéticos intentos por actuar como hombre ligando mujeres. No eran las mujeres el problema, por cierto, ya que me atraían solo ellas y también eran el recuerdo doloroso de como quería verme yo. Pero nunca en la vida me vi más forzada a adoptar un papel monstruoso y totalmente alejado de quien era yo en realidad. Nunca lo logré. Nunca pude tener pareja. Más tarde entendería, que ellas de manera subconsciente veían en mí a otra niña. El día que de veras me enamoré de alguien, llegué a mi punto más bajo cuando ella me rechazó.

Fue mi sobrerreacción al desamor -que eventualmente cualquier persona tiene que vivir- que sembró la semilla de lo que se convertiría en volver a una vida sana y de logros. Y es que las situaciones hay que entenderlas así, por algo caemos a veces tan bajo; mientras tomemos la lección y lo convirtamos en algo positivo, nos transformamos en los verdaderos alquimistas. Una ley universal que conviene entender, es que no existen las casualidades. Lo que pasa es que no tenemos toda la visibilidad de cómo el universo nos va preparando el terreno.

Aquella que tanto quise y que ante la situación de no poder encontrar ese otro clavo que la sacara de mi mente, me tomó diez años superarla, sembró la posibilidad de darle un giro maravilloso a mi situación. Ah, pero no tan rápido, todavía tenían que pasar algunas cosas importantes y varios desatinos. Vendría a lo que ahora llamo “Mi época de Luis Miguel”…

 

¡Espera la continuación! Por lo pronto, AQUÍ puedes leer la primera parte